José Gregorio Hernández Cisneros nació en Isnotú, Estado Trujillo, el 26 de octubre de
1864.
Médico y científico
venezolano, solidario con los más necesitados, tanto que muchos
latinoamericanos lo consideran Santo, a pesar de no haber sido todavía canonizado
por la Iglesia Católica .
Su madre, doña Josefa Antonia Cisneros Mansilla, era de procedencia española. Por línea materna habia cierto parentesco con el famoso cardenal Francisco Jiménez de Cisneros quien fuera confesor de la reina Isabel La Católica, fundador de la Universidad de Alcalá y un gran propugnador de la cultura en su época.
Su padre, don Benigno María Hernández Manzaneda era de ascendencia colombiana, y por linea paterna, a travéz del linaje de un tío bisabuelo, José Gregorio se emparentaba con Francisco Luis Febres Cordero Muñoz, eminente educador y escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, y correspondiente de la Real Academia de la Lengua Española, quien utiliza como seudónimo literario G.M. Bruño, con el que escribió un célebre libro de cálculoque habría de resultar muy útil a toda una generación de estudiantes.
José Gregorio le manifestó a su padre que le interesaba ir a Caracas a
estudiar leyes; pero Don Benigno lo convenció de que debía estudiar
medicina. José Gregorio aceptó obedientemente la orientación de su
padre, y a partir de ese momento tomó a la medicina como su propia
vocación, quizá porque veía en ella una manera de expresar su natural
inclinación a ayudar a los demás.
Cuando apenas contaba trece años y medio, bajó de la sierra trujillana
hasta Caracas decidido a estudiar medicina. Habría de preparar el
bachillerato en el Colegio Villegas, uno de los mejores de la época. Se
encontraba al frente del colegio Guillermo Tell Villegas y su esposa
Pepita Perozo de Villegas, quienes habrían de tomarle gran afecto al
nuevo alumno. Inicialmente José Gregorio se hospedó en habitaciones del
mismo colegio.
No pasó mucho tiempo sin que las cualidades de estudiante, y el carácter
serio de José Gregorio se destacara entre sus compañeros. Estos rasgos
no pasaron inadvertidos para el rector del plantel, y poco después lo
nombraba inspector para que velara por el mantenimiento de la disciplina
en los predios de la escuela.
Durante sus años en el colegio Villegas, José Gregorio siempre obtuvo las mejores notas, ganó distinciones y premios, y en varias ocasiones las medallas de la aplicación y de buena conducta. Fue tanto su adelanto que llegó a fungir como profesor de aritmética.
Durante sus años en el colegio Villegas, José Gregorio siempre obtuvo las mejores notas, ganó distinciones y premios, y en varias ocasiones las medallas de la aplicación y de buena conducta. Fue tanto su adelanto que llegó a fungir como profesor de aritmética.
Entre 1878 y 1882 José Gregorio cursó en dicho colegio preparatoria y filosofía, graduandose de bachiller en filosofía en ese último año.
A los 17 años ingresa a la Universidad
Central de Venezuela para estudiar leyes pero el padre conociendo la
natural inclinación de su hijo por ayudar a los demás lo anima a
emprender la carrera de Medicina, éste lo hace ingresando por Biología.
Al graduarse de médico el 29 de junio de 1888, José Gregorio Hernández era dueño ya de inconmensurables conocimientos.
Hablaba inglés, francés, portugués, alemán e italiano y dominaba el latín; era filósofo, músico y tenía además profundos conocimientos de teología.
Para cumplir la promesa hecha a su madre y con el deseo personal de ayudar a sus paisanos se traslada a ejercer la medicina en su pueblo natal.
El 30 de julio de 1889 regresa a la capital para dar comienzo a una brillante labor científica. Ese mismo año el Presidente de la República, Dr. Juan Pablo Rojas Paúl decide enviarlo a hacer el postgrado en las universidades de París y Berlín con el objetivo de que estudiara teoría y práctica en las especialidades de microscopia, histología normal y patológica, bacteriología y fisiología experimental; para tal fin le fue otorgada una beca de 600 bolívares mensuales.
Al graduarse de médico el 29 de junio de 1888, José Gregorio Hernández era dueño ya de inconmensurables conocimientos.
Hablaba inglés, francés, portugués, alemán e italiano y dominaba el latín; era filósofo, músico y tenía además profundos conocimientos de teología.
Para cumplir la promesa hecha a su madre y con el deseo personal de ayudar a sus paisanos se traslada a ejercer la medicina en su pueblo natal.
El 30 de julio de 1889 regresa a la capital para dar comienzo a una brillante labor científica. Ese mismo año el Presidente de la República, Dr. Juan Pablo Rojas Paúl decide enviarlo a hacer el postgrado en las universidades de París y Berlín con el objetivo de que estudiara teoría y práctica en las especialidades de microscopia, histología normal y patológica, bacteriología y fisiología experimental; para tal fin le fue otorgada una beca de 600 bolívares mensuales.
La vocación sacerdotal que según algunos de sus biógrafos había
alimentado desde joven junto a su vocación por la medicina, se había
desarrollado de una manera serena, manteniendose siempre como a la
sombra de su fervor profesional.
No era José Gregorio hombre a quién se oyera con frecunecia hacer comentarios religiosos, al extremo de que uno de sus amigos cercanos, Pedro César Dominici, se sorprendio mucho cuando en una ocasión, conversando acerca del clero, éste le reveló que pertenecía a una orden exclaustrada.
No era José Gregorio hombre a quién se oyera con frecunecia hacer comentarios religiosos, al extremo de que uno de sus amigos cercanos, Pedro César Dominici, se sorprendio mucho cuando en una ocasión, conversando acerca del clero, éste le reveló que pertenecía a una orden exclaustrada.
No obstante esa discreción con respecto a su vocación y su fé, su deseo
de entregarse totalmente a Dios fue siempre en aumento. En 1907,
despues de haberse traido a todos sus familiares a Caracas, y de haber
encaminado hermanos y sobrinos en dicha capital, José Gregorio sintió
que ya sus deberes familiares estaban cumplidos. Y como ya se encontraba
jubilado de su puesto de catedratico universitario, y además había
hecho valiosos aportes a la medicina venezolana y mundial con sus
tarabajos cientificos, consideró que también sus deberes para con su
país y con la ciencia habían sido cumplidos, por lo que le era posible
entonces llevar a vias de hecho su tan aplazada vocación religiosa.
El padre Juan Bautista Castro, su director espiritual durante años,
quien era a la sazon Arzobispo de Caracas y Primado de Venezuela,
despues de mucho discutir con José Gregorio todo lo útil que aún podía
ser a su país y al mundo, aprobó finalmente la vocación de José
Gregorio. Monseñor Castro envió una carta de recomendación con fecha 6
de octubre de 1907 en la que solicitaba al Prior de la orden de San
Bruno en La Cartuja de Farneta cercana al pueblito de Lucca, Italia, el
ingreso de José Gregorio en dicho claustro. José Gregorio por su parte
envió tanbién una carta al Prior.
El 16 de julio de 1908 llegó José Gregorio finalmente a la Cartuja de
Farneta. Los preliminares de su ingreso consistieron en un nuevo examen
de su vocación que habría de durar varios días. En estos días se intruía
al aspirante a novicio sobre los pormenores de su vida futura y de
todos los detalles de la orden en la que iba a ingresar, al mismo tiempo
que se comprobaba si su vocación era puramente religiosa o si simplente
se trataba de reacción pasajera ante circunstancias adversass de la
vida de este mundo.
Una véz probada su vocación, Fray Etienne le lavó los pies, ceremonia
previa a ser recibido en la celda por el Prior de la orden. Este
lavatorio de pies simboliza que el novicio debe dejar tras de sí al
entrar en clausura 'el polvo del siglo' y consagrar su vida a la oración
y la devoción.
El período de postulado habría de durar un mes. Durante ese més el
futuro novicio vistió un manto negro sobre sus ropas civiles al
acompanar al los cartujos en todas sus actividades monacales. En esos
dias el maestro de novicios, Fray Etienne, se encargaba de instruirlo en
las labores que una véz aceptado en al orden, habria de ser su quehacer
diario.
Al cabo de este mes de postulado, provada una vez más la voluntad y la
vocación de José Gregorio, el Prior lo propuso ante los frailes de la
comunidad para la toma del hábito.
En la sala del capitulo de la cartuja, José Gregorio arrodillado a los
pies del Prior, y con las manos de este entre las suyas,respondió a las
preguntas que éste le formulaba en latín.
Una vez conluido el interogatorio los frailes debían votar con respecto a
la aceptación de José Gregorio como cartujo, mientras el futuro novicio
se retiraba a la capilla en espera del resultado. La votación se haría
privada y en secreto. Cada fraile debía colocar un grano negro o uno
blanco en una urna segun fuera su opinion con respecto al ingreso del
nuevo novicio en la orden.
Al contarese los granos se comprobó una mayoría de granos blancos, y
José Gregorio fue conducido nuevamente a la sala del capítulo, donde
hubo de escuchar una nueva alocución del Padre Prior. Josó Gregorio, de
rodillas repitió su solicitud de ingreso en la orden, a lo que el Padre
Prior respondió: "En el nombre de Dios y de la Orden, en mi nombre y el de mis Hermanos,
yo os admito entre nosotros; y os prevengo de que hasta vuestra
profesión vos sois libre de retiraros, pero nosotros también, de nuestra
parte, podemos despediros si vuesta conducta nos desagrada" Inmediatamente después le dio el "beso de paz", y seguidamente José
Gregorio fue a arrodillarse ante los pies de cada uno de sus nuevos
hermanos en la orden, quienes a su vez, solemnemente conmovidos, también
lo besaron y lo abrazaron.
A partir de ese momento ya José Gregorio nunca más podria vestir las
ropas seglares, sino que bajo el manto negro, habria de llevar ahora el
cilicio de piel de cabra que impone la orden y la túnica blanca de los
novicios. Además su cabello fue cortado al raoe y le afeitaron el bigote
que había conservado hasta el momento.Su nombre paso a ser entoces el
de "Hermano Marcelo", y se le adjudicó una celda en el convento que
ostentaba en la puerta en una tablilla la letra U y una sentencia en
latin tomada de la Biblia
"Vir obediens loquetur victoriam"
"Vir obediens loquetur victoriam"
Era el 29 de agosto de 1908. Con el nombre de Fray Marcelo nacía José
Gregorio a una nueva vida de duras privaciones, pues las reglas de la
orden obligan al novicio a familiarizarse desde el principio con todos
los rigores de la vida cartujana.
Los dias en la cartuja se dividian en 7 horas de sueño, 15 de studio y
ejercicios epirituales, y 2 horas de trabajo físico. Las celdas
cartujanas están compuestas de dos compartimientos, uno destinado a
dormitorio y el otro destinado al estudio; cuentan también con un
pequeño patio, donde a solas realizan los trabajos que consisten
fundamentalmente en cortar leña con hacha.
De éstos aposentos no pueden
salir los monjes sino cuando el Prior o el Maestro de Novicios se lo
pide. La comunicación está prohibida en todo momento pués hasta en los
oficios religiosos deben permanecer con la vista baja. Si precisan de
algo, tienen que escribirlo en un papel y colocarlo en el torno de la
celda en el cual se les colocan los ecasos alimentos.
Como se ve es un régimen de total aislamiento no solo del contacto humano sino de todos los posibles placeres del cuerpo como pueden ser el comer y el beber. Las mortificaciones son constantes pues el cilicio molesta en su contacto directo conl a piel, y cuando hace frío, aunque las ropas son de lana, resulta muy incomodo, pués no les es permiltido encender fuego para calentardse, ni siquiera cuando la temperatura llega hasta varios grados bajo cero en la escala centígrada.
Todo parecía indicar que Fray Marcelo tomaría finalmente el hábito y
seguiría sin tropiezos el camino que se había trazado; sin embargo, el
señor tenía departado un destino diferente al fervoroso cartujo, pues la
salud de José Gregorio se vió quebrantada ante las duras reglas de la
orden. El padre superior D. Rene, considero prudente el que Fray Marcelo
volviera a ser el Dr, José Gregorio Hernández y que regresara por unos
años a Venezuela hasta que su salud se viera toralmente restablecida.
Por esa razón, y contra su voluntad, José Gregorio se vió precisado a
dejar los hábitos y a abandonar la Cartuja de Farneta nueve meses
despues de haber ingresado en ella.
A su llegada a Caracas, procedente de Europa, José Gregorio se dedicó a
la instalación del laboratorio de fisiología experimental que se le
había encargado comprar en París. A las pocas semanas, a principios de
noviembre de 1891, el Presidente de la Republica dictó un decreto
mediante el cual se establecía en la Universidad Central de Venezuela
los estudios de histología normal y patológica, fisiología experimental y
bacteriología. Al dia siguente el ministro de instrucción pública dictó
una resolución en la que se nombraba a José Gregorio catedrático de
esas materias.
En relidad estas cátedras habían sido creadas
especialmente para él, pues era a la sazón el único verdaderamente
capacitado para desempeñarla. Este acontecimiento convirtió a José
Gregorio en un verdadero precursor de esas disciplinas científicas en
Venezuela. Dando un ejemplo de abnegación poco común, José Gregorio se
presentó a desempeñar su labor a la mañana siguente del nombramiento,
prestando juramento como profesor ante el rector de la universidad el 16
de noviembre de 1891.
El reconocimiento oficial a la ciencia del doctor Hernández, sumado a
los modernos conocimientos y a la valiosa experiencia que había
adquirido en Europa, le garantizaron una favorable acogida en los medios
profesionales y aristocráticos de Caracas. Pero, amén de esas
cualidades indiscutibles, en opinión de muchos, fué su caracter afable y
comprensivo lo que le granjó de inmediato una gran clientela en todas
las esferas sociales de la capital.
En opinio del Dr. Santos Aníbal Dominici, "impuso su valimiento cientifico a las pocas semanas de su actuación médica". Convencidos de su pericia y de su eficacia profesional, muchos galenos caraqueños no vacilaron en consultarle, incluso al pie del lecho de sus propios enfemos. Al cabo de cierto tiempo, algunos doctores más viejos comenzaron a transferirle sus pacientes, llegando a contar el Dr. Hernández con una de las más extensas clientelas de la Caracas de aquellos tiempos. Los métodos modernos que empleaba a la hora de emitir sus diagnósticos, y lo acertado de éstos, le dieron a su opinión profesional una validez indiscutible.
En opinio del Dr. Santos Aníbal Dominici, "impuso su valimiento cientifico a las pocas semanas de su actuación médica". Convencidos de su pericia y de su eficacia profesional, muchos galenos caraqueños no vacilaron en consultarle, incluso al pie del lecho de sus propios enfemos. Al cabo de cierto tiempo, algunos doctores más viejos comenzaron a transferirle sus pacientes, llegando a contar el Dr. Hernández con una de las más extensas clientelas de la Caracas de aquellos tiempos. Los métodos modernos que empleaba a la hora de emitir sus diagnósticos, y lo acertado de éstos, le dieron a su opinión profesional una validez indiscutible.
El Dr. José Gregorio Hernández muere el 29 de junio 1919, al intentar cruzar una calle de La Pastora, Caracas.
La mañana del día en que iba a
morir, el doctor José Gregorio Hernández estaba de plácemes; cumplía 31
años de haber aprobado su examen de grado en la Facultad de Medicina y
la tarde anterior se había firmado en Versalles el tratado que
oficialmente ponía fin a la Gran Guerra.
Como hacía siempre, se levantó poco antes de las cinco y rezó el Ángelus; luego dirigió sus pasos al vecino templo de la Divina Pastora donde oyó misa y comulgó. Cuando salió de allí el frío había amainado, miró en torno suyo, saludó cordialmente a los vecinos y fue a cumplir con la tarea que se impuso como ofrenda, muchos años antes en la tumba de su madre: atender y dar aliento diario a sus enfermos más pobres.
A las siete y treinta estaba de regreso en casa. Comió pan untado con mantequilla, unas lonjas de queso y tomó guarapo de papelón, frugal alimento servido por su hermana María Isolina del Carmen. De metódico espíritu franciscano se dispuso luego a hacer lo que habitualmente hacía; ordenar su modesto consultorio y verificar la lista de pacientes que solicitaban su atención aquel día. Al terminar con ellos pasó a ver a los niños del Asilo de Huérfanos de la Divina Providencia y a los enfermos del hospital Vargas.
Cuando volvió a casa poco antes de mediodía, María Isolina lo recibió con una grata sorpresa, Dolores su amantísima cuñada le había enviado como obsequio una jarra de carato de guanábana, uno de los pocos placeres que se permitía el médico asceta. Bebió dos vasos de aquel rico zumo y se fue a la iglesia de San Mauricio para la contemplación diaria del Santísimo Sacramento. A las doce en punto, al toque del Ángelus, rezó el Ave María y regresó para almorzar.
La última comida de su vida consistió en sopa, legumbres, arroz y carne. Mientras comía recordó a Isolina que aquella tarde les visitarían su hermano Cesar y su sobrino Ernesto, quienes conversarían con él los arreglos de un proyectado viaje a la isla de Curazao. Consumido el almuerzo, Hernández se sentó a reposar en una silla mecedora. A la una y media pasó a visitarlo un amigo que deseaba felicitarle por el aniversario de su graduación.
Al encontrarle regocijado, el amigo le preguntó curioso:
- ¿A qué se debe que esté tan contento doctor?
- ¡Cómo no voy a estar contento!- Respondió Hernández con un brillo especial en la mirada
– ¡Se ha firmado el Tratado de Paz! ¡El mundo en paz! ¿Tiene usted idea de lo que esto
significa para mí?
El amigo complacido lo secundó en su entusiasmo y entonces el médico acercándose a él y bajando la voz, le dijo en tono íntimo.
- Voy a confesarle algo: Yo ofrecí mi vida en holocausto por la paz del mundo… Ésta ya se dio, así que ahora solo falta…
Un gesto radiante interrumpió su frase, el otro se alarmó un poco por lo que acababa de escuchar pero no imaginó lo cerca que estaba de cumplirse aquella ofrenda.
El hombre que mató accidentalmente a José Gregorio Hernández
A los 28 años, Fernando Bustamante experimentaba la felicidad del hombre llano; poseía un taller mecánico; estaba casado; tenía dos hijos y su esposa estaba encinta. Sus seres más queridos disfrutaban de buena salud, especialmente su madre que recientemente había sido tratada y curada por el doctor José Gregorio Hernández, amigo y antiguo profesor de Bustamante en los tiempos en que éste estudiaba bachillerato. En 1918, año de la terrible gripe que asoló al mundo, el doctor Hernández arrebató de las garras de la muerte a la hermana del mecánico. Agradecido con el noble galeno, Fernando Bustamante le pidió ser el padrino del hijo que estaba por nacer, honor que José Gregorio aceptó conmovido.
El domingo 29 de junio de 1919, Bustamante cerró el taller a la 1:30 de la tarde. Tenía hambre y lo único que deseaba era llegar a comer. Trece días antes, la Gobernación le había otorgado el certificado que lo autorizaba a conducir automóviles, con lo que pasó a ser oficialmente el “chauffer”, número 444 de la ciudad. Abordó su Essex 1918, precioso ejemplar de la famosa serie “Super Six” fabricado en Detroit por la casa Hudson y comenzó a subir por las angostas y solitarias calles rumbo a La Pastora.
Cercana a la montaña que separa a Caracas del mar, La Pastora era por entonces el lugar predilecto para vivir, por su tranquilidad y clima siempre agradable. En las madrugadas, se oía el armónico paso de mulas que bajaban cargadas de mercancías por el viejo camino de los españoles y que los arrieros llevaban a la zona comercial de la ciudad. De cuando en cuando pasaba algún tranvía que por módico precio llevaba a los viajeros hasta el opulento barrio de El Paraíso haciendo escala en la Plaza Bolívar.
Justo allí y poco antes de que Bustamante emprendiera la marcha, Mariano Paredes, motorista de la unidad 27 de la compañía de tranvías eléctricos, esperaba pasajeros que llevar a La Pastora. El coronel Eduardo Baptista, quien vivía en el 211 de Santa Ana a Providencia, subió ágilmente por uno de los estribos y fue a sentarse atrás. En los asientos delanteros estaba el joven empresario Juan Antonio Ochoa y saltando de un puesto a otro para cobrar los pasajes, el colector Alfonso Timaury. A las dos en punto, la pesada maquina comenzó a moverse.
Quince minutos después entraban a La Pastora. Mariano Paredes paró el tranvía frente a la zapatería vecina a la botica de Amadores para que bajara uno de los pasajeros. En la casa de enfrente, el número 29 de la esquina de Guanábano, la señorita Angelina Páez veía pasar la vida sentada en el poyo de la ventana. No imaginaba que estaba a punto de presenciar uno de los hechos más terribles y tristes de la historia venezolana.
José Gregorio Hernández seguía sentado al lado de la gran imagen de yeso de San José que tenía en la sala de su casa. Varios amigos habían pasado a congratularlo por su aniversario de grado. Como todos los domingos, esperaba compartir la tarde en familia hasta que llegara la hora de la misa vespertina. A las dos, tres aldabonazos estremecieron la vieja puerta de madera en la casa de los Hernández. Al abrirla, Isolina se halló frente a un vecino alarmado que preguntaba por su hermano. El médico salió al encuentro del recién llegado quien le urgió a que ocurriera a la cuadra de Cardones, donde una de sus pacientes, una anciana de escasos recursos, se encontraba gravemente enferma.
Con la presteza del caso, el doctor tomó su borsalino y salió al encuentro de la necesitada; en la siguiente esquina entró a la botica de Amadores para comprar unas medicinas, pues sabía que la pobre señora no tenía dinero para adquirirlas. El boticario Vitelio Utrera preparó rápidamente la fórmula indicada por el doctor Hernández y se la entregó.
Una cuadra más abajo aparecía el Essex de Fernando Bustamante, quien tocó el claxon al tomar el desvío de Guanábano a Amadores; al ver el tranvía parado en la esquina embragó a tercera y giró el volante a la izquierda, el coronel Baptista le vio rebasar al coche eléctrico a unos 30 kilómetros por hora. Poco antes, el pasajero Juan Antonio Ochoa había visto al doctor Hernández salir de la botica y colocarse frente a la unidad conducida por Paredes; apurado como estaba por el estado de la paciente, el médico se dispuso a cruzar la pequeña avenida para bajar a Cardones.
- Ni él pudo ver el carro, ni yo lo pude ver a él- relataría 30 años después Fernando Bustamante al entonces joven reportero Oscar Yanes en una entrevista que concedió al periódico donde éste laboraba, con la expresa condición de que su nombre no fuera revelado.
En el expediente que comenzó a sustanciar, el mismo 29 de junio de 1919, el Juzgado de Primera Instancia en lo Criminal y que se encuentra archivado en la Oficina Principal del Registro Público de Caracas; el involuntario homicida y las personas que se hallaban en el lugar al momento de ocurrir el desgraciado suceso, dan una detallada relación del mismo, exponemos en primer lugar la declaración de Bustamante.
“Al rebasar el tranvía marchando en tercera, vi que alguien inesperadamente se me puso al frente. Intentando no aporrearlo, giré el volante a la izquierda, pero ya era demasiado tarde; el guardafangos de mi auto golpeó la pierna de esta persona que por el impacto fue a dar varios metros adelante.
Yo entonces detuve el auto a ver si se había parado, pero lo vi en el suelo y reconocí al Dr. José Gregorio Hernández, y como éramos amigos y tenía empeñada mi gratitud para con él por servicios profesionales que gratuitamente me había prestado con toda su solicitud, me lancé del auto y lo recogí ayudado por una persona desconocida para mi.
Le conduje dentro del auto y entonces en interés de prestarle los auxilios necesarios le llevé tan ligeramente como pude al Hospital Vargas, hable con el policía de guardia y le expliqué lo que había sucedido. Rápidamente se acercó un interno y entre todos llevamos al doctor adentro; como en ese momento no había ningún médico en el hospital me fui a buscar al Dr. Luis Razetti, encontrándole en su casa. Al llegar al hospital un sacerdote que venía saliendo nos dijo que ya el Dr. José Gregorio Hernández había muerto”.
La persona que ayudó a Bustamante a recoger y trasladar al doctor Hernández al centro asistencial era el señor Vicente Romana Palacios que avisado por su hermana, salió corriendo de la casa a ver que había pasado y el cura que le dio la trágica nueva de su muerte fue Tomás García Pompa quien por muchos años ejerció como capellán del Hospital Vargas. García Pompa fue quien impuso al Dr. Hernández los santos óleos y le dio la absolución bajo condición.
Angelina Páez, la señorita que estaba en la ventana de su casa, contó luego que al momento de ser impactado, José Gregorio Hernández exclamó: “¡Virgen Santísima!”
Cuando ocurrió el fatídico accidente el reloj marcaba las 2:15 de la tarde.
César Hernández y su hijo Ernesto conversaban con Isolina, en la misma salita donde minutos antes les esperaba José Gregorio, la mujer les comunicó que el doctor había tenido que salir precipitadamente a ver a una anciana que estaba grave.
De pronto repicó el teléfono, Isolina colocó la bocina en la oreja al tiempo que saludaba. César la vio palidecer.
- ¿Cómo? ¿Qué a José Gregorio lo estropeó un automóvil?
La familia entera salió en dirección del hospital Vargas para obtener noticias, cuando llegaron supieron que estaba muerto con solo ver la grave expresión en el rostro de las personas que lo habían llevado.
Como hacía siempre, se levantó poco antes de las cinco y rezó el Ángelus; luego dirigió sus pasos al vecino templo de la Divina Pastora donde oyó misa y comulgó. Cuando salió de allí el frío había amainado, miró en torno suyo, saludó cordialmente a los vecinos y fue a cumplir con la tarea que se impuso como ofrenda, muchos años antes en la tumba de su madre: atender y dar aliento diario a sus enfermos más pobres.
A las siete y treinta estaba de regreso en casa. Comió pan untado con mantequilla, unas lonjas de queso y tomó guarapo de papelón, frugal alimento servido por su hermana María Isolina del Carmen. De metódico espíritu franciscano se dispuso luego a hacer lo que habitualmente hacía; ordenar su modesto consultorio y verificar la lista de pacientes que solicitaban su atención aquel día. Al terminar con ellos pasó a ver a los niños del Asilo de Huérfanos de la Divina Providencia y a los enfermos del hospital Vargas.
Cuando volvió a casa poco antes de mediodía, María Isolina lo recibió con una grata sorpresa, Dolores su amantísima cuñada le había enviado como obsequio una jarra de carato de guanábana, uno de los pocos placeres que se permitía el médico asceta. Bebió dos vasos de aquel rico zumo y se fue a la iglesia de San Mauricio para la contemplación diaria del Santísimo Sacramento. A las doce en punto, al toque del Ángelus, rezó el Ave María y regresó para almorzar.
La última comida de su vida consistió en sopa, legumbres, arroz y carne. Mientras comía recordó a Isolina que aquella tarde les visitarían su hermano Cesar y su sobrino Ernesto, quienes conversarían con él los arreglos de un proyectado viaje a la isla de Curazao. Consumido el almuerzo, Hernández se sentó a reposar en una silla mecedora. A la una y media pasó a visitarlo un amigo que deseaba felicitarle por el aniversario de su graduación.
Al encontrarle regocijado, el amigo le preguntó curioso:
- ¿A qué se debe que esté tan contento doctor?
- ¡Cómo no voy a estar contento!- Respondió Hernández con un brillo especial en la mirada
– ¡Se ha firmado el Tratado de Paz! ¡El mundo en paz! ¿Tiene usted idea de lo que esto
significa para mí?
El amigo complacido lo secundó en su entusiasmo y entonces el médico acercándose a él y bajando la voz, le dijo en tono íntimo.
- Voy a confesarle algo: Yo ofrecí mi vida en holocausto por la paz del mundo… Ésta ya se dio, así que ahora solo falta…
Un gesto radiante interrumpió su frase, el otro se alarmó un poco por lo que acababa de escuchar pero no imaginó lo cerca que estaba de cumplirse aquella ofrenda.
El hombre que mató accidentalmente a José Gregorio Hernández
A los 28 años, Fernando Bustamante experimentaba la felicidad del hombre llano; poseía un taller mecánico; estaba casado; tenía dos hijos y su esposa estaba encinta. Sus seres más queridos disfrutaban de buena salud, especialmente su madre que recientemente había sido tratada y curada por el doctor José Gregorio Hernández, amigo y antiguo profesor de Bustamante en los tiempos en que éste estudiaba bachillerato. En 1918, año de la terrible gripe que asoló al mundo, el doctor Hernández arrebató de las garras de la muerte a la hermana del mecánico. Agradecido con el noble galeno, Fernando Bustamante le pidió ser el padrino del hijo que estaba por nacer, honor que José Gregorio aceptó conmovido.
El domingo 29 de junio de 1919, Bustamante cerró el taller a la 1:30 de la tarde. Tenía hambre y lo único que deseaba era llegar a comer. Trece días antes, la Gobernación le había otorgado el certificado que lo autorizaba a conducir automóviles, con lo que pasó a ser oficialmente el “chauffer”, número 444 de la ciudad. Abordó su Essex 1918, precioso ejemplar de la famosa serie “Super Six” fabricado en Detroit por la casa Hudson y comenzó a subir por las angostas y solitarias calles rumbo a La Pastora.
Cercana a la montaña que separa a Caracas del mar, La Pastora era por entonces el lugar predilecto para vivir, por su tranquilidad y clima siempre agradable. En las madrugadas, se oía el armónico paso de mulas que bajaban cargadas de mercancías por el viejo camino de los españoles y que los arrieros llevaban a la zona comercial de la ciudad. De cuando en cuando pasaba algún tranvía que por módico precio llevaba a los viajeros hasta el opulento barrio de El Paraíso haciendo escala en la Plaza Bolívar.
Justo allí y poco antes de que Bustamante emprendiera la marcha, Mariano Paredes, motorista de la unidad 27 de la compañía de tranvías eléctricos, esperaba pasajeros que llevar a La Pastora. El coronel Eduardo Baptista, quien vivía en el 211 de Santa Ana a Providencia, subió ágilmente por uno de los estribos y fue a sentarse atrás. En los asientos delanteros estaba el joven empresario Juan Antonio Ochoa y saltando de un puesto a otro para cobrar los pasajes, el colector Alfonso Timaury. A las dos en punto, la pesada maquina comenzó a moverse.
Quince minutos después entraban a La Pastora. Mariano Paredes paró el tranvía frente a la zapatería vecina a la botica de Amadores para que bajara uno de los pasajeros. En la casa de enfrente, el número 29 de la esquina de Guanábano, la señorita Angelina Páez veía pasar la vida sentada en el poyo de la ventana. No imaginaba que estaba a punto de presenciar uno de los hechos más terribles y tristes de la historia venezolana.
José Gregorio Hernández seguía sentado al lado de la gran imagen de yeso de San José que tenía en la sala de su casa. Varios amigos habían pasado a congratularlo por su aniversario de grado. Como todos los domingos, esperaba compartir la tarde en familia hasta que llegara la hora de la misa vespertina. A las dos, tres aldabonazos estremecieron la vieja puerta de madera en la casa de los Hernández. Al abrirla, Isolina se halló frente a un vecino alarmado que preguntaba por su hermano. El médico salió al encuentro del recién llegado quien le urgió a que ocurriera a la cuadra de Cardones, donde una de sus pacientes, una anciana de escasos recursos, se encontraba gravemente enferma.
Con la presteza del caso, el doctor tomó su borsalino y salió al encuentro de la necesitada; en la siguiente esquina entró a la botica de Amadores para comprar unas medicinas, pues sabía que la pobre señora no tenía dinero para adquirirlas. El boticario Vitelio Utrera preparó rápidamente la fórmula indicada por el doctor Hernández y se la entregó.
Una cuadra más abajo aparecía el Essex de Fernando Bustamante, quien tocó el claxon al tomar el desvío de Guanábano a Amadores; al ver el tranvía parado en la esquina embragó a tercera y giró el volante a la izquierda, el coronel Baptista le vio rebasar al coche eléctrico a unos 30 kilómetros por hora. Poco antes, el pasajero Juan Antonio Ochoa había visto al doctor Hernández salir de la botica y colocarse frente a la unidad conducida por Paredes; apurado como estaba por el estado de la paciente, el médico se dispuso a cruzar la pequeña avenida para bajar a Cardones.
- Ni él pudo ver el carro, ni yo lo pude ver a él- relataría 30 años después Fernando Bustamante al entonces joven reportero Oscar Yanes en una entrevista que concedió al periódico donde éste laboraba, con la expresa condición de que su nombre no fuera revelado.
En el expediente que comenzó a sustanciar, el mismo 29 de junio de 1919, el Juzgado de Primera Instancia en lo Criminal y que se encuentra archivado en la Oficina Principal del Registro Público de Caracas; el involuntario homicida y las personas que se hallaban en el lugar al momento de ocurrir el desgraciado suceso, dan una detallada relación del mismo, exponemos en primer lugar la declaración de Bustamante.
“Al rebasar el tranvía marchando en tercera, vi que alguien inesperadamente se me puso al frente. Intentando no aporrearlo, giré el volante a la izquierda, pero ya era demasiado tarde; el guardafangos de mi auto golpeó la pierna de esta persona que por el impacto fue a dar varios metros adelante.
Yo entonces detuve el auto a ver si se había parado, pero lo vi en el suelo y reconocí al Dr. José Gregorio Hernández, y como éramos amigos y tenía empeñada mi gratitud para con él por servicios profesionales que gratuitamente me había prestado con toda su solicitud, me lancé del auto y lo recogí ayudado por una persona desconocida para mi.
Le conduje dentro del auto y entonces en interés de prestarle los auxilios necesarios le llevé tan ligeramente como pude al Hospital Vargas, hable con el policía de guardia y le expliqué lo que había sucedido. Rápidamente se acercó un interno y entre todos llevamos al doctor adentro; como en ese momento no había ningún médico en el hospital me fui a buscar al Dr. Luis Razetti, encontrándole en su casa. Al llegar al hospital un sacerdote que venía saliendo nos dijo que ya el Dr. José Gregorio Hernández había muerto”.
La persona que ayudó a Bustamante a recoger y trasladar al doctor Hernández al centro asistencial era el señor Vicente Romana Palacios que avisado por su hermana, salió corriendo de la casa a ver que había pasado y el cura que le dio la trágica nueva de su muerte fue Tomás García Pompa quien por muchos años ejerció como capellán del Hospital Vargas. García Pompa fue quien impuso al Dr. Hernández los santos óleos y le dio la absolución bajo condición.
Angelina Páez, la señorita que estaba en la ventana de su casa, contó luego que al momento de ser impactado, José Gregorio Hernández exclamó: “¡Virgen Santísima!”
Cuando ocurrió el fatídico accidente el reloj marcaba las 2:15 de la tarde.
César Hernández y su hijo Ernesto conversaban con Isolina, en la misma salita donde minutos antes les esperaba José Gregorio, la mujer les comunicó que el doctor había tenido que salir precipitadamente a ver a una anciana que estaba grave.
De pronto repicó el teléfono, Isolina colocó la bocina en la oreja al tiempo que saludaba. César la vio palidecer.
- ¿Cómo? ¿Qué a José Gregorio lo estropeó un automóvil?
La familia entera salió en dirección del hospital Vargas para obtener noticias, cuando llegaron supieron que estaba muerto con solo ver la grave expresión en el rostro de las personas que lo habían llevado.
Como causa del deceso se señaló
fractura en la base del cráneo.
El velatorio que en un primer momento decidió la familia realizar en el número 57 de Tienda Honda a Puente Trinidad terminó llevándose a efecto en el paraninfo de la Universidad Central de Venezuela donde miles de caraqueños acudieron a rendir sus respetos al querido y admirado médico.
El 30 de junio, día de las exequias la ciudad se paralizó.
El cortejo fúnebre que partió a las 4 de la tarde no pudo llegar al cementerio sino a las nueve de la noche. Era tal el mar de gente que lo acompañaba.
Su tumba quedó tapada por una montaña de flores como tributo de un pueblo que le admiraba y agradecía todo el bien que aquel sabio obsequió con humildad y desprendimiento.
Los venezolanos lo veneramos por sus virtudes como médico, por el
ejercicio de su labor hecha con dedicación y solidaridad con los pobres y
con su vocación religiosa que acompañó su ejercicio de la medicina.
Dada su condición solidaria, después de su muerte se le asoció a todo tipo de milagros médicos y actualmente es considerado “Venerable” por la Iglesia Católica.
Dada su condición solidaria, después de su muerte se le asoció a todo tipo de milagros médicos y actualmente es considerado “Venerable” por la Iglesia Católica.
En
Venezuela y Latinoamérica esperamos con ansiedad avance de su Proceso para su Beatificación y Canonización.
Sus restos reposan en la Iglesia Parroquial de La Candelaria en Caracas, después de estar por mucho tiempo en el Cementerio General del
Sur. De hecho, era la tumba más visitada de dicho cementerio.